Juan de Mesa: el genio desempolvado
José María Pinilla 21/11/2022 |
Un 26 de noviembre del año del Señor de 1627 dejaba este mundo un escultor cordobés afincado en Sevilla. Reinaba entonces Felipe IV, pomposamente llamado El Grande en escasa concordancia con el declive vivido por el Imperio Español durante su largo mandato. Nuestro artista, a cuyas manos debemos algunas de las imágenes más devotas que veneramos hoy día, se vio de forma inexplicable relegado al olvido bajo el polvo del anonimato casi desde su muerte. A finales del XIX el infatigable José Bermejo rescata su figura vinculándolo al Cristo de la Misericordia del convento de Santa Isabel. El interés crece también en José Gestoso y Adolfo Rodríguez Jurado hasta que, hace poco más de un siglo, la fortuna quiso que unos animosos investigadores universitarios –entre los que estaban Heliodoro Sancho Corbacho, Celestino López Martínez o José Hernández Díaz– dieran con la carta de pago de la hermandad del Traspaso por la hechura del Señor del Gran Poder y de San Juan. Así resucitó Juan de Mesa.
Poco sabemos de su vida antes de entrar en junio de 1606, a una edad más avanzada de lo acostumbrado (nació en 1583, hagan la cuenta), como aprendiz en el taller del alcalaíno Juan Martínez Montañés, reconocido como el Dios de la Madera. Unos cuatro años duraría su formación bajo tan brillante magisterio. Como curiosidad, el contrato excluía el uso del palo como herramienta didáctica, probablemente en atención a ser ya un adulto, y estipulaba que el alumno recibiría el conocimiento del oficio “como el maestro lo sabe”, además de “un vestido nuevo, compuesto de sayo, ferreruelo –sí, amigo lector, también lo he buscado en el diccionario de la RAE, y es una capa corta–, calzas de paño de Córdoba, jubón de lienzo, dos camisas, un sombrero, dos cuellos, unas medias, zapatos y un cinto”. Todo un gentleman del Siglo de Oro.
Adquirido el saber necesario y ataviado de forma tan completa, nuestro ya independiente escultor, que se acaba de casar en 1613, se afinca en la collación de San Martín. Lo hace en una vivienda que le alquila el arquitecto y tallista Diego López Bueno, que por entonces está ejecutando el retablo mayor que ha diseñado el italiano Vermondo Resta para este templo gótico mudéjar dedicado al generoso santo enterrado en Tours. La calle donde se instala y monta el taller es la que se abre a los pies de la iglesia, entre la llamada en aquel tiempo Plaza Chica de San Martín y la vía Costanilla, que luego se unificarían bajo el nombre de Lerena y ahora es Esperanza Divina Enfermera. Entre los numerosos aprendices que allí entran destacará su paisano Felipe de Ribas.
Esta zona de Sevilla próxima a la Alameda ya consta desde finales del XVI como sitio de mancebía y otros hábitos más carnales que espirituales, tal y como sucedía en los enclaves de la Laguna (actual Molviedro) y la Huerta del Rey. También parece que era lugar de delincuencia, pues buena parte del hampa sevillana se extendía desde aquí hasta Omnium Sanctorum y San Román. A modo de curiosidad, en el vecindario coincidió a partir de 1631 con el también imaginero Francisco de Ocampo. Hoy ambos reposan en San Martín junto al tallista y retablista Cayetano de Acosta, este último posterior a los anteriores. Mucho arte descansando bajo estas bóvedas.
Nos consta Mesa como consiliario de la hermandad del Silencio y como hermano de la Sacramental de su parroquia de San Martín (este templo lo fue hasta 1911, cuando empezó a depender de la cercana San Andrés). Esta segunda corporación daba culto a la reliquia de la Santa Espina que, por controvertidos azares del destino, hoy en día venera la hermandad del Valle, y era común que ante ella rezaran aquellos afectados de problemas de salud. Juan de Mesa falleció joven, con apenas 44 años, por lo que se ha especulado que pudo haber padecido la tuberculosis, mortal en aquellos tiempos. Bajo el prisma de esta hipótesis, hay quien ha querido ver en las espinas que atraviesan la ceja izquierda y el lóbulo de la oreja del mismo lado de Jesús del Gran Poder un homenaje a la reliquia a la que probablemente imploró con frecuencia.
Mucho se ha escrito en el último siglo sobre la faceta artística de Juan de Mesa, que evolucionó de la perfección formal del manierismo tardío a la expresión y dramatismo puramente barrocos, aunque nunca perdió las pautas definidas por quien había sido su maestro. Como han afirmado los estudiosos del genial cordobés, no tenía problemas en romper la simetría del rostro o en prolongar de más alguna extremidad siempre que ello produjera el efecto deseado. En cuanto a su personalidad, parece que no tuvo especial interés en adquirir protagonismo. Tal vez esto, unido al factor de que Montañés le sobrevivió un tiempo considerable, lo llevase sin remisión a la fosa de los olvidados. Felizmente rescatada su memoria del modo antes mencionado, el debate entre maestro y discípulo es inevitable al referirnos a su legado. Sea como fuere, nada nos impide disfrutar de ambos, ya que, cada uno con su lenguaje, supusieron el cénit de una escuela de imaginería que desde entonces será una referencia del arte cristiano universal.
Más recientemente ha ayudado a resarcir a Juan de Mesa del injustificado ostracismo que padeció el monumento que impulsó en su honor la hermandad del Gran Poder en la plaza de San Lorenzo, en el que el escultor está idealizado, pues desconocemos su aspecto real. Sin embargo, en la galería de sevillanos ilustres del palacio de San Telmo (véanla en la fachada de la calle Palos de la Frontera) se muestra a Martínez Montañés sosteniendo el busto del Señor de Sevilla en sus manos. Poca culpa tenía el pobre de Antonio Susillo cuando labró las figuras, ya que aún se desconocía la verdadera autoría de la talla, que por su calidad se adjudicaba al maestro de Alcalá la Real. El último acto de reparación con Juan de Mesa ha consistido en el Aula Sacra creada en su recuerdo en el seno de la hermandad de la Sagrada Lanzada. Aunque tarde, parece que al fin se hace justicia con un imaginero irrepetible.