Cabildo

El Cristo vivo que pudo ser de la Buena Muerte

María José Caldero
María José Caldero
09/10/2024

El 8 de abril de 1932 un devastador incendio provocado había quemado las imágenes titulares de la Hermandad de la Hiniesta. A la imagen de la Virgen se la tenía por obra de Martínez Montañés y el Crucificado estaba atribuido a Felipe de Ribas. La hermandad, tras la pérdida irreparable, buscó amparo y protección en la iglesia de San Marcos. 

Según se recoge en el libro ‘Juan de Mesa: la caza del aliento’ escrito por el periodista cordobés Luis Miranda y editado por Almuzara, y según nos contó nuestro compañero José Mari Pinilla en el programa del Cabildo de este pasado lunes,  hubo hermanos de la corporación de la Hiniesta que pidieron a las monjas filipenses del vecino convento de Santa Isabel que les prestaran ese año de 1933 la imagen del Cristo de la Misericordia para poder procesionar el Domingo de Ramos, pero las monjas se negaron. Incluso se afirma en el libro, que el padre del cofrade Manuel Grosso llegó a hablar con el cardenal Illundain para la cesión  del Cristo, que finalmente no sucedería. Parecía poco probable que aquel Cristo vivo que atesoraban las monjas en la iglesia del convento pudiera salir a la calle con el nombre de Buena Muerte.

De entre todos los crucificados de Juan de Mesa, el Cristo de la Misericordia es el que guarda una intrahistoria más peculiar y compleja. La imagen fue encargada en enero de 1622 por el mercedario descalzo Fray Alonso de los Santos que pertenecía a la iglesia conventual del Señor San José, ubicada aún hoy día entre Santa María la Blanca y San Nicolás. Juan de Mesa termina la imagen el 7 de noviembre de 1622, dato documentado gracias a la intervención a la que fue sometida la imagen por Enrique Gutiérrez Carrasquilla quien en 1998, quien encuentra un documento con la fecha de la primera finalización de la imagen.

¿Hubo una segunda finalización? efectivamente, ya que el comitente cambió de parecer en cuanto a la concepción del crucificado y dijo que quería un Cristo vivo, un Cristo que mirase a quien le rezara. La imagen estaba ya policromada, pero volvió al taller de Juan de Mesa para adquirir otra iconografía. Mesa tapó la llaga del costado de Cristo, abrió sus ojos y tuvo que separar la cabeza del cuerpo, porque hasta entonces reposaba sin vida sobre el pecho.

El cuerpo de Cristo se inscribe en un triángulo perfecto, algo característico de sus crucificados, destaca la exquisitez de la anatomía, la fuerza los brazos y manos y la boca, que parece exhalar un profundo suspiro. Pero este Cristo que Mesa devolvió a la vida con su gubia, tenía una función muy concreta.

El 7 de septiembre de 1621 murió Juliana Sarmiento, viuda de un escribano público que poco antes había constituido en la iglesia de San José un Patronato para ayudar a mujeres “descarriadas”, prostitutas con una vida de miseria y penurias.  De este patronato salió la hermandad del Santísimo Cristo de la Misericordia y Nuestra Señora de Belén con el objetivo de que aquellas mujeres abandonaran aquella vida. Mesa tiene que transformar el Cristo en un Cristo vivo para que pueda dialogar, para que a través de su mirada encuentren la misericordia.  

La entrega definitiva y el pago final no llegaron hasta el 5 de septiembre de 1623. Tras la desamortización de Mendizábal, las religiosas filipenses se hicieron cargo de la Iglesia de San José y se llevaron el crucificado al convento de Santa Isabel a mediados del siglo XIX

Y allí, tras la bellísima fachada de Alonso de Vandelvira y el relieve de Andrés de Ocampo, el Crucificado que abrió los ojos tras la muerte sigue siendo consuelo de personas en riesgo de exclusión social, mujeres y niños que habitan la casa de acogida del convento y que encuentran la Misericordia en el Cristo al que Juan de Mesa devolvió la vida.

 



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